
Siempre me llamó la atención aquella imagen suya que me recibió un día de mayo, no sé cuál día de mayo, en el año 2007. Su residencia aún estaba en un pequeño apartamento de Maracay, frente a César Girón y la embestida del toro, monumento de la plaza homónima. Abrió la puerta un hombre con barba blanca y cabello desordenado, tostado de sol, sujetado con una cola de color impredecible: descalzo, con pantalón deportivo y franela. Dos sillas al frente y, al fondo, de arriba hacia abajo, me percaté de las tablas que sujetaban cientos de libros, muchos de ellos en formato de bolsillo; libros de La Liebre Libre, su editorial. Ese día hablé poco: se sabe que su voz, al conocerla, puede intimidar. Y así fue. Él preguntó sobre los orígenes familiares comunes, excompañeros y exprofesores universitarios, sobre poesía española, sobre Mariara (la nuestra), sobre Barcelona (la catalana, no la venezolana); preguntó y habló y en una hora dijo cosas que recuerdo vivamente y otras que he ido olvidando por la sana omisión y su necesaria higiene mental.
Sin pedirle nada fue a su biblioteca y escogió con premeditado azar algunos ejemplares de La Liebre. En un ejercicio mnemotécnico puedo recordar En la masmédula, de Oliverio Girondo; Dictado por la jauría, de Juan Calzadilla; a Alfonso el Sabio, a Erasmo de Rotterdam. También me dio un ejemplar firmado de La patria forajida: «Para Néstor Mendoza, los poemas de la patria, con afecto». Ese fue mi primer acercamiento al poeta y a su obra. De allí en adelante vinieron esporádicos encuentros, entre Maracay, Caracas, Mariara y Valencia, ciudades en las cuales compartimos desde un lejano y tímido saludo, hasta un recital en Valencia o una presentación en Maracay: en un teatro-bar-casa en el que, sin previo aviso, ya luego del evento y rodeado de varias botellas de cerveza, decía: «ese texto está bien escrito pero ese no es el camino».
En apretadas líneas puedo decir que visité su casa de Mariara una sola vez, con mi amigo Rubén Darío Carrero, quien ahora estudia el exilio en Buenos Aires (con escasos libros y en una habitación pequeña, de alquiler). Limpiamos su cuarto de los trastes, bebimos, hablamos, pero sobre todo escuchamos cosas destiladas, francas, frases sin pretensiones pero sí dichas con claridad para no olvidarlas. Harry sin camisa y con el acostumbrado pantalón deportivo, nosotros con las manos oscuras por la limpieza y alternando sorbos de un ron económico. Esa tarde el árbol de su patio invitó un acento fraternal desde sus ramas y sus frutos pequeños, algunos rojos y otros verdes, masticados con emoción juvenil.
La consciencia discursiva de Harry lo llevaba a hilvanar textos poéticos y ensayísticos de gran refinación, desde una sencillez bien llevada, no exenta de fina y a veces dura ironía, nunca soez. Como investigador realizó trabajos documentados y atractivos como aquel pequeño volumen titulado Por la feraz campiña. Espacios y cultura en Aragua, magistral recorrido por lugares, fechas y personajes aragüeños del siglo veinte. En dicho libro, logra conciliar la prosa clara, estimulante, con el rigor documental y bibliográfico. Con su obra poética pasa algo similar: no le teme a la cita, al homenaje, a dejarse ver entre los engranajes referenciales y antecedentes, lecturas, obsesiones, nuevos asedios a temas conocidos, incluso a cierta llaneza cercana al lugar común (recordemos que el propio Harry llegó a teorizar al respecto).
Hay otra cosa esencial en sus poemas: un respeto no sumiso a la tradición poética castellana, a sus formas y estructuras, a sus temas, a sus nombres canónicos. Eso lo vemos en los poemas de La patria forajida, en Instrucciones para armar el meccano, y especialmente, en Silva a las desventuras en la zona sórdida y Contrapastoral, sus últimos dos títulos publicados en vida. La preocupación por el idioma, por su poder para engendrar poder, no le era indiferente. Fue crítico del abuso, del autoritarismo creciente, de infames procedimientos. Como testimonio de estos días aciagos dejó muchos versos, como en estas líneas de Contrapastoral: «los impostores cantan / el himno de su ejército». Entre sus temas, como todo poeta, está la muerte, el amor, el país, la lengua materna; están la infancia y la senectud. Harry Almela, crítico de Andrés Bello, Antonio Machado, Rafael Cadenas, Armando Rojas Guardia y Yolanda Pantin; lector de Anna Ajmátova, Paul Celan y de Joseph Brodsky, tenía plena consciencia generacional, particularmente de la suya, la que inicia, cronológicamente, a finales de los 80. Una consciencia generacional atenta, cómo no, a sus predecesores, deudora de una tradición en el idioma de Gracián, Manrique y de Quevedo.
Harry Almela nunca borroneó pasquines, cosa muy poco frecuente entre nuestros buenos poetas venezolanos. Su obra canaliza un dolor individual y también colectivo, de raíz social, matizado políticamente, con los atributos de la creación poética. Entre tantos poemas que tratan este asunto con especial talento y atención, recuerdo el texto «Los daños colaterales», perteneciente al libro Silva a las desventuras de la zona sórdida (2012). Este poema, para qué negarlo, me hubiese gustado leerlo en público. Efectivamente, lo leí en su homenaje póstumo realizado en la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo, en 2017; no obstante, hubiese querido leerlo, memorizado, en otro espacio. Lo he imaginado algunas veces en esos últimos episodios de tristes movilizaciones, cuando tratar de llegar al trabajo significaba subir y bajar de camiones y «perreras», y, obviamente, en alternancia con largos trechos a pie. El poema da para eso y me parece que para mucho más. El poema tiene esa flexibilidad, tan nítida, que hace posible su recreación, su recitación, en entornos menos convencionales, solemnes o académicos.
No hay que ir tan lejos teóricamente para asociar el nombre de este poema de Harry Almela con aquel conocido libro del sociológico polaco. Hay visibles hilos entre Zygmunt Bauman y su noción de «modernidad líquida» con ese discurso «marginal», periférico y a veces desdeñado que ofrecen (¿aún ofrecen?) los llamados «charleros» venezolanos (charlero es un venezolanismo que alude, por ejemplo, a las personas que venden comestibles o piden en los transportes públicos). Digo venezolano pero es como si dijera colombiano o peruano o de cualquier nación con porciones notables de empobrecimiento. Es por eso que «Los daños colaterales», extenso poema de Harry, a veces, o muchas veces, me hace pensar en que es posible y aún bastante conveniente leerlo en público, quizás como una manera de ponernos en los zapatos de los demás, como ejercicio de empatía o a lo mejor de concientización. Su idea, supongo, es la de la memoria: Harry Almela parodia magistralmente el discurso de estos hombres que venden o piden en los autobuses como una manera de remozar esa alocución algo desgastada por el constante uso. Él mismo asume este desempeño social y nos lo devuelve con linaje poético, en un armónico equilibrio con su origen oral, espontáneo y llano, y con la misma efectividad persuasiva.
La poesía de Harry Almela, en casos muy frecuentes, es posible leerla con naturalidad. Como ya he comentado, uno de sus mayores logros consiste en la claridad expresiva que apela a la tradición castellana, y especialmente, a su prosodia: el recorrido sonoro del poema. El orden estrófico importaba, y mucho, para Harry. Se preocupaba por la estructura y la disposición del verso, rociado de referencias a la literatura universal y a episodios concretos de una historia «patria» (en su caso, la historia nacional y la regional: la venezolana y la mariareña), la historia de un país que transitaba con pasos erráticos, circulares y regresivos, con ojos vendados y hacia un acantilado humanitario. No es secreto para ninguno de sus lectores, colegas y allegados, que el temperamento cívico de Harry tenía una presencia visible y no pocas veces polémico. Tempranamente leímos sus advertencias en prensa escrita, en el diario El Nacional, en el año 2000; incluso antes, cuando el pánico autoritario empezaba a oscurecernos. Harry coincidía, en este sentido, con Juan Goytisolo: «Solo tenía una certeza: las sombras se adensaban y, en proporción inversa, la materia se desvanecía» (Telón de boca, 2003).
Los daños colaterales
Buenas tardes.
Buenas tardes,
señoras y señores pasajeros.
Sé que esto es molesto y aburrido,
e incluso sabemos
que en el Metro
estas cosas no se permiten.
Pero son escasas
mis alternativas.
No soy un delincuente
aunque mis harapos confiesen
lo contrario.
He venido desde mi pago
hasta esta ciudad de hachas
y cuchillos en el aire,
a entregarles lo único
que ya puedo ofrecer.
Soy sobreviviente
de la última guerra
y aún conservo en mi cuerpo
los fragmentos de misiles
que me abatieron desde el cielo.
Por respeto a sus incendios cotidianos
no les haré ver mi tierna herida
en el costado.
Quiero ofrecerles
un mendrugo
de lo que aún poseo.
Soy su guardián
mientras pasa esta tormenta.
En cada uno de estos legajos
encontrarán algunas palabras.
Son unos breves poemas
que ustedes leerán
sin costo alguno.
Los he escrito con la emoción
de que ya nada podrá protegernos.
Sólo espero
una limosna
desde su corazón.
Desde su corazón, repito.
No aspiro ninguna
recompensa material.
Si no los leen, en verdad
no importa.
Éste es mi trabajo,
mi blanca cosecha de mais,
mi hambre y alimento.
Me ha sido dado
recoger estas botellas en el mar
y lanzarlas de nuevo
para que encuentren otra playa.
Llevo la cruz de mis heridas
hasta donde me alcance una dignidad
que no aspira recompensas.
En la próxima estación
me bajaré
y terminará esta molestia.
Cambiaré de vagón
y así el resto del día.
Gracias a todos por sus atenciones,
y hasta luego.
©Harry Almela: Silva a las desventuras en la zona sórdida. Poesía. Maracay, Ediciones Estival 2012.