
¿Quién es ese que dice yo / usándote / y después te deja solo?, se preguntaba Rafael Cadenas en 1992, tranquilo, iconoclasta, como siempre, viviente y pensativo, mirando al lector con esos ojos negros de pereza gigante y prehistórica recién salida del mar. El lector, ya íngrimo y solo, hace una pausa y piensa (el que escribe esto es el que lee) que él (el lector, Yo) es un tonto útil. El poeta Rafael Cadenas me ha dejado solo en este tercer verso que es una pregunta demasiado grande para un ego aún mucho más grande y que busca una respuesta coherente, verosímil, verídica (estudié Derecho y ejercí la abogacía por muchos años en los tribunales de municipio en la ciudad de Maracay) y que piensa (lo más honesto sería decir “cree”) que ese “yo” manipulado, útil, es el lector, soy Yo, el que escribe para comprender, y que el poeta viene, dice y pasa solo para darme una lección animosa y Zen, parcial, elemental: El Yo es un malhechor.
El poema continúa:
No eres tú,
tú en el fondo no dices nada.
No es el lector el malhechor, el que no sabe, el que lee ignorante, alumno, sacrificado y extraviado en su propio poder con regocijo, irresponsable y a sus anchas. Esta afirmación también es una tentativa: el poeta también aprende de lo que escribe: Rafael Cadenas no se despoja ni se quita el Yo para hablar, para trovar (trouver, buscar) la fórmula o el sentido de lo que dice, dar lecciones u ordenar con sentencias o versículos sobre maneras, costumbres o verdades. El silencio del lector es una clave para escuchar lo que calla el poeta, pero que está ahí, visible al oído. Es un hecho: el ser está en el oído.
Luego el esfuerzo físico, el espíritu, en la vida y en los últimos versos de este poema publicado en 1992, en Gestiones, libro ganador del Premio Internacional de Poesía “Juan Antonio Pérez Bonalde”:
Él es sólo alguien
que te ha quitado la silla,
un advenedizo
que no te deja ver,
un espectro
que dobla tu voz.
Míralo
cada vez que asome el rostro.
Un tercero aparece en la escena del poema y nos ha quitado la silla como en ese juego en todos los cumpleaños infantiles venezolanos y al parecer perdemos, fracasamos, nos vamos del juego cuando nos quitan la silla blanca de plástico en todos los salones de fiesta. Esto sería del todo cierto en el poema (también en la vida) sin el siguiente verso, sin esa palabra: advenedizo.
En una librería en Caracas hace un par de años, una vez escuché a Cadenas citar las palabras de Rilke escritas en una carta (¿fechada en 1918?) donde este le escribe (¿a Lou Andreas Salomé?): “Estoy estudiando el diccionario”. Cadenas explicaba en ese momento que el poeta debe conocer el material con el que trabaja, así como el escultor conoce el mármol, los instrumentos, los materiales. Así, el poeta y su materia prima, el lenguaje. No es el azar ni la introspección, o no solo eso, lo que acude al poeta: es el estudio, el estudio de las palabras. De esta forma, la palabra advenedizo detiene el ritmo y justo cuando ya el poema parece el susurro de un Buda en el trópico de Lezama Lima y comienza el relato de la misma derrota de siempre, los ramalazos a una caja de cristal; justo cuando el nama, el rupa y el sankara, palabras del sanscrito que han llegado a nosotros por el pali, se dejan ver en la lengua de Quevedo: Nama, el cuerpo, el organismo, la inteligencia, la mente, el Yo con jugos; Rupa, los objetos, lo externo, los otros, lo que somos para los otros; y el Sankara, la conciencia, el reaccionar a todo esto, cuando el Nama se encuentra y reacciona con Rupa, Cadenas, que es un estudioso del budismo y del diccionario, justo cuando todas estas palabras parecen incienso, Cadenas escribe advenedizo.
La lucidez occidental de Giorgo Agamben, en su libro La aventura (Adriana Hidalgo Editora, 2018), ilumina la vuelta a casa, al diccionario, a la palabra de Cadenas y su resonancia antiquísima sobre la arena de todos los desiertos. Dice Agamben que, según Du Cange, un historiador francés, la palabra advenedizo viene de Aventus (“la llegada del príncipe o mesías”) y esta viene de Eventus, algo que sucede, “tanto positivo como negativo, que le sucede a un hombre determinado”. Entonces, Eventus-Advera-Adventicius, es decir, extranjero. El poema, de leve eco oriental, con esta palabra justo en el medio, tiene una voz continental, terrena, real (“seamos reales”, dice Cadenas) y sin ripios ni más imagen que la silla vacía, nuestro poeta advierte que aquello que podría ser divino, sagrado o la iluminación metafórica del Buda en los libros de autoayuda, no es más que algo que sucede, que pasa cuando nosotros mismos somos el movimiento, la acción, el comienzo, el evento y lo ajeno, que la condición humana es aquella que nos hace sentir extraños, extraviados, extranjeros y que así, sin ofender al Yo (“un espectro que dobla tu voz”), la vida es el rostro que asoma, pero también es aquello que pasa, que sucede, ahora mismo, ya, porque sí, fieles, porque estamos vivos (míralo), y que, quizá, desaparecer no es más que ofrecerle la silla al otro (¡Eventus!).